"Bloody Sunday": Historia en carne viva
Paul Greengrass es un maestro en transformar hechos históricos en experiencias cinematográficas impactantes, y Bloody Sunday es una prueba contundente de su capacidad. A través de un estilo de cámara en mano que te sumerge en la acción, nos lleva a las calles de Derry el 30 de enero de 1972, el fatídico día en que el ejército británico disparó contra manifestantes desarmados.
Desde el primer momento, la película evita cualquier dramatización innecesaria. No hay artificios ni concesiones al sentimentalismo: lo que vemos es un relato crudo, casi documental, que nos hace testigos de una tragedia sin adornos. La tensión es palpable y va en aumento conforme la manifestación se descontrola y la violencia se desata. Greengrass logra un realismo que incomoda y golpea con fuerza, convirtiendo la película en una experiencia casi física.
El trabajo de James Nesbitt es impecable. Su interpretación de Ivan Cooper, el líder de la manifestación, transmite frustración, impotencia y una tristeza desgarradora al ver cómo la situación se convierte en una masacre. Su actuación es uno de los grandes pilares de la película, junto con la asfixiante sensación de caos y confusión que el director maneja con precisión quirúrgica.
El impacto de Bloody Sunday no termina cuando caen los créditos. La inclusión de la canción de U2, "Sunday Bloody Sunday", en la secuencia final es el remate perfecto: una mezcla de rabia, duelo y protesta que resuena mucho después de que la película ha terminado.
Greengrass no solo reconstruye los hechos, sino que nos obliga a reflexionar sobre ellos, a cuestionar la violencia del Estado y sus consecuencias. Bloody Sunday no es una película fácil de ver, pero es absolutamente necesaria. Un 8 bien merecido.